La crisis que estamos viviendo tras décadas de prosperidad amenaza al sistema sanitario que nos ha permitido equipararnos a otras sociedades privilegiadas con paraguas protectores semejantes que permiten vivir más y mejor y sentirse amparados ante la enfermedad y la muerte.
Aunque la catástrofe económica pone en cuestión la continuidad del actual modelo público sanitario (en lo más alto de la consideración popular), es seguro que la sociedad no quiere renunciar a él. Por eso conviene que nuestros responsables políticos (situados precisamente en lo más bajo de dicha consideración popular) absorban más información sobre estos asuntos de la que suelen pedir.
Tras 47 años al servicio de la sanidad pública y de la Universidad, me permito recordarles las prioridades que deberían inspirar la toma de decisiones sanitarias en estos tiempos revueltos:
1. Respeto a los pacientes
Hay que ofrecer a cada uno las mismas oportunidades en todo el territorio nacional. Se ha atomizado la asistencia compleja entre comunidades autónomas olvidando que sus poblaciones son dispares y que se trata mejor una enfermedad complicada donde se hace a diario que donde se hace ocasionalmente. Es imprescindible una regionalización o centralización de esta patología ya juiciosamente aceptada, por ejemplo, para la diálisis, las lesiones medulares, la hemofilia o algunos trasplantes.
Del mismo modo que no hay capitanías generales, arzobispados o tribunales supremos en todas las autonomías, no puede haber todos los servicios en todas ellas y dichas comunidades no tienen derecho a dificultar la transferencia de pacientes entre ellas hasta el punto de que no podamos ofrecerles calidad uniforme. Han de jerarquizarse y concentrarse los hospitales, no por autonomías, sino en función de la complejidad que sean capaces de asumir. Crear hospitales sin delimitar previamente su nivel funcional dispersa los pacientes complejos perjudicándoles y encareciendo los costes. Restablecer la equidad concentrando la complejidad puede ser doloroso para autonomías, centros y profesionales, pero es imprescindible. Este fenómeno se ha acentuado enormemente en Madrid con la atomización inducida por la apertura simultánea de múltiples hospitales a los que se ha asignado más procesos complejos de lo que era realmente necesario.
2. Basar en la evidencia las decisiones políticas
A los médicos y a los científicos se nos piden decisiones basadas en la evidencia. Protocolos y vías clínicas son rígidamente auditadas y a los sanitarios nos exigen responsabilidades cuando actuamos al margen de ellos. Las publicaciones científicas son críticamente escrutadas por expertos antes de aceptarse. Nada de esto ocurre con los políticos, quienes no se sienten obligados a responder de lo que hacen y a justificar por qué lo hacen.
Quizás creen que ser elegidos cada cuatro años les absuelve, por ejemplo, de abrir nuevos hospitales superfluos del mismo modo que sembraron el país de aeropuertos, autopistas de peaje y palacios de la música infrautilizados. Por eso suelen hacerlo sin transparencia y camuflando que no pagan (pagamos) al contado, sino con hipotecas, cuyas amortizaciones caerán sobre… sus sucesores.
Cuando está en riesgo un sistema sanitario público eficaz, tan caro en parte por culpa de estos políticos, no es de recibo pretender sin más que es más barato privatizarlo. No hay ninguna evidencia, sino más bien todo lo contrario, de que los hospitales privatizados sean más beneficiosos que los públicos, salvo para las empresas concesionarias (júzguese por los resultados de la comunidad valenciana o en el Reino Unido).
Es cierto que la gestión, o incluso la propiedad privada de hospitales puede ser eficiente, pero de ninguna manera se pueden equiparar centros públicos y privados sin que la concesión y la gestión de estos últimos sean transparentes y de que las exigencias de calidad sean las mismas para ambos. Esto no es un problema ideológico, sino técnico y requiere luz, taquígrafos, debate y sólida asesoría.
3. Respeto a los profesionales
Con los años que llevo a cargo de amplios equipos humanos y cuantiosos recursos, yo podría ser consejero o ministro de algo, quizás con más méritos que responsables sanitarios de formación jurídica o económica, pero ni se me pasaría por la cabeza tomar decisiones técnicas sin la debida asesoría.
Nuestros políticos parecen no profesar respeto alguno por quienes hemos construido un sistema sanitario universalmente reconocido. No solamente deciden cambios radicales sin consultarnos, sino que no nos escuchan al fijar el número de residentes, nos alejan de la gestión económica (siendo nosotros los principales determinantes del gasto), nos remuneran mal y nos ningunean siempre. Además, han acabado con las reglas del juego para el reclutamiento de especialistas sin las cuales es imposible abordar con justicia una trayectoria profesional.
Como no hay periodicidad conocida en la convocatoria de concursos/oposiciones y las OPES se hacen cada década, un tercio de los especialistas hospitalarios son «interinos» o «eventuales». Nadie debe engañarse: estos maltratados profesionales exquisitamente entrenados, pero sin estabilidad, trienios, o reconocimiento profesional alguno, son los que llevan a cabo, a veces durante lustros, las más complejas y esforzadas tareas.
La conducta de los responsables políticos durante la reciente crisis madrileña muestra bien esta total falta de respeto que parece un disparate. ¿Pueden removerse los cimientos de cualquier estructura con todos los estamentos implicados en contra?
4. Promoción de la excelencia
No somos todos iguales en destreza o en sabiduría, y es de ley que los mejores se encarguen de las funciones más complejas, y que reciban los recursos necesarios para ello.
Considerar que hospitales sin bibliotecas, laboratorios o actividad científica demostrable son «universitarios» porque acogen alumnos es absurdo y no se les puede dar la misma consideración que a los hospitales terciarios que producen publicaciones de alto impacto internacional y que obtienen créditos competitivos para la investigación.
Del mismo modo, aplicar uniformemente procedimientos de reclutamiento de especialistas en los que prima la antigüedad sobre el mérito es un sinsentido y una mala inversión a largo plazo.
La prioridad ha de ser mantener y potenciar un sistema sanitario de calidad aunque sea controlando los gastos. Con la ayuda de los profesionales sanitarios es posible, pero sin ella no.
¿Hay alguien allá arriba?